No se trata de una broma. Es algo que le ha pasado por la cabeza al papa
Francisco: nombrar cardenal a una mujer. Quienes le conocen, dentro y
fuera de la Compañía, desde antes de llegar a la cátedra de Pedro,
aseguran que el primer papa jesuita de la Iglesia está llamado a
sorprender cada día no sólo con sus palabras sino también, y sobre todo,
con sus gestos. Eso está haciendo en los primeros seis meses de
pontificado.
Quienes piensan que Francisco, con su sencillez de párroco de provincia,
su lenguaje llano y su sonrisa siempre en los labios es un simple o un
ingenuo, se equivocan. Este Papa, que no parece Papa, ha llegado a Roma
desde la periferia de la Iglesia con un programa bien concreto: cambiar
no sólo el aparato herrumbroso de la maquinaria eclesial sino también
resucitar el cristianismo de los orígenes.
El simbolismo de sus gestos empezó desde que apareció en el balcón
central de la Basílica de San Pedro, vestido de blanco, diciéndose
“obispo” y pidiendo que la gente de la plaza lo bendijera. No perdió
desde entonces un minuto para sembrar de gestos inesperados su primeros
meses de pontificado con espanto de muchos, dentro y fuera de la
Iglesia.
Y lo seguirá haciendo. Por ejemplo, con este plan de hacer cardenal a
una mujer. Sabe que el tema femenino dentro de la Iglesia está sin
resolver y que no puede esperar. Lo ha dejado claro con dos frases
lapidarias en su última entrevista a Civiltá Católica: “La Iglesia no puede ser ella misma sin la mujer”. No es sólo una afirmación. Es una acusación. La frase se puede leer también así: “La Iglesia no está aún completa porque en ella falta la mujer”.
¿Cómo introducir en la Iglesia esa pieza esencial, sin la cual, la Iglesia “no puede ser ella misma”? Lo ha dicho en la misma entrevista: “Necesitamos de una teología profunda de la mujer”.
Y esa teología, da a entender el papa, no puede ser construida en el
laboratorio del Vaticano, apadrinada por el poder. La están ya
construyendo las mujeres dentro de la Iglesia: “La mujer está formulando construcciones profundas que debemos afrontar”, dice.
Francisco quiere resolver ese problema durante su pontificado porque
está convencido que la Iglesia de hoy está manca y coja sin la mujer en
el lugar que le correspondería, que sería ni más ni menos que el que ya
tuvo en los inicios del cristianismo, donde ejerció un enorme
protagonismo. Por lo menos hasta que Pablo acuñó su teología de la cruz y
jerarquizó y masculinizó a la Iglesia.
El papa sabe que para llevar a cabo la revolución que tiene en mente necesita “escuchar” a la Iglesia, no sólo a la de arriba, sino también a la de abajo, donde se están llevando a cabo, por parte de la mujer, “construcciones profundas”.
Podría sin embargo, abrir camino él mismo con algunos gestos que
obligarían a colocar con urgencia el tema de la mujer sobre el tapete, o
si se prefiere sobre “el altar”. Y uno de esos gestos sería
nombrar cardenal a una mujer. ¿Que es imposible? No. Hoy, según el
derecho canónico, puede haber cardenales que no sean sacerdotes, basta
que sean diáconos.
Pero es que la mujer, podría decir alguien, hoy no puede aún ser
diaconisa, como lo era hace 800 años y sobre todo en las primeras
comunidades cristianas. Pues esa es también una de las reformas que
Francisco tiene en la cabeza. No se trata de ningún dogma. La mujer
podría ser admitida al diaconado mañana mismo.
Como ha escrito Phyllis Zagano, de la Universidad de Loyola de Chicago, la mayor experta de la Iglesia en este tema, “el diaconado femenino no es una idea para el futuro. Es un tema de presente, para hoy”. Y cuenta que había abordado el tema con el cardenal Ratzinger, antes de ser papa, y que le respondió: “Es algo en estudio”.
A Benedicto XVI se le quedó en el tintero, pero el papa Francisco
podría acelerar el proceso. Ya hoy, la Iglesia Apostólica Armenia y la
Ortodoxa Griega, ambas unidas a Roma, cuentan con diaconisas.
Llegada la mujer al diaconado, puede ya, sin cambiar el actual Derecho
Canónico, hacer a una mujer cardenal con el título de diaconisa. Más
aún, bastaría cambiar la actual normativa para permitir que un laico, y
por tanto una mujer, pueda ser elegida cardenal, ya que ha habido por lo
menos dos casos en la Iglesia en que fueron nombrados cardenales dos
laicos: el Duque de Lerma en 1618 y Teodolfo Mertel en 1858.
El cardenalato no supone la consagración presbiterial ni episcopal. Los
cardenales son consejeros del papa y su función principal es elegir al
nuevo sucesor de Pedro. ¿Hay algún inconveniente en que una mujer pueda
dar su voto en el silencio del cónclave? ¿Su voto valdría menos que el
de un varón?
Un jesuita me decía: “Conociendo a este papa, no le temblaría la mano
haciendo cardenal a una mujer y hasta le encantaría ser él el primer
papa que permitiese que la mujer pudiera participar a la elección de un
nuevo papa”.
Cuando Francisco, en su larga entrevista, insiste en que no quiere hacer los cambios precipitadamente y que antes prefiere “escuchar”
a la Iglesia, es porque esos cambios, algunos sorprendentes, los tiene
ya en mente, quizás bien enumerados. Quiere sólo presentarlos con el
aval no sólo de la jerarquía sino del pueblo de Dios.
Con este Papa, como diría Federico Fellini: “La nave va”. Con
Francisco, los pilares de la Iglesia se empiezan a mover. Y muchos
empiezan a temblar. De miedo. Dentro, no fuera de la Iglesia. Fuera
empiezan a resonar más bien las notas del estupor y hasta de la
incredulidad.
Algo se mueve, y quizás irreversiblemente en la Iglesia justo en el
momento en el que en el mundo laico y político, en el campo de la
modernidad, los relojes parecen haberse parado todos a la vez.
Fuente. El País (España)